CAPÍTULO 3
EL PRINCIPIO
15 años.
La edad del comienzo.
Esa fue la edad en la que me formé por completo como lo que soy ahora, aunque no empezará a demostrar esta formación hasta más adelante, la verdad es que esa fue la edad del comienzo. La edad del cambio.
Fue la edad de mis excursiones al monte. Salía de casa con mi navaja y buscaba animales por todo el bosque con un solo objetivo, abrirlos en canal. Al principio, consideraba esta actividad como algo de carácter científico, motivado por mis incombustibles ansias por aprender sobre cualquier tema. Aprendí mucho de esas disecciones. Descubrí anatomías hasta entonces desconocidas para mí. Órganos que, de no haber sido por estas expediciones, no habría podido ver en mi vida. Hasta amplié mi libro con dibujos y descripciones anatómicas muy detalladas.
Sin embargo, aprendí muchas otras cosas. No sé muy bien cómo sucedió, creo que llevaba ya 3 meses explorando los bosques en busca de disecciones cuando me encontré con un cervatillo. Hasta el momento sólo había experimentado con animales pequeños. Insectos, pequeñas aves, pequeños mamíferos,... Lo más grande había sido una ardilla.
Sin embargo, me encontré con ese cervatillo.
Podía no haberme encontrado con él, en realidad hay muy pocos animales de semejante tamaño en Mondariz.
Pero lo hice.
Y fue el comienzo del fin.
A partir de entonces todo en mí cambió.
El cervatillo me miró.
Asustado.
Aterrado.
Tenía todos sus músculos en tensión, preparado para saltar.
Sin embargo, no saltaba. No huía.
Esperaba a que yo comenzará.
Nos separaba una distancia de unos 4 metros.
Sabía que si el cervatillo empezaba a correr no lo cogería, así que decidí lastrarlo.
Le tiré mi navaja y le dí en el muslo.
Lo lastré. Lo dejé herido. El cervatillo intentó correr pero no lo consiguió. Sólo pudo moverse unos metros hasta que yo lo alcancé.
Y entonces cogí de nuevo mi navaja y procedí.
Lo primero es herir al animal en la yugular. Así conseguía que cuando abriera su cuerpo no hubiera tanta sangre alrededor, lo que me impediría realizar mi análisis.
Le dí la vuelta al cervatillo, me sitúe encima de él para inmovilizarlo. El cervatillo había perdido bastante sangre por la herida del muslo y no oponía demasiada resistencia.
Lo inmovilicé y hundí el cuchillo en el cuello del cervatillo, en la yugular.
Nunca había visto tanta sangre junta. Un chorro de sangre salió a presión del cuello del animal y fue a parar a mi cara.
Se me cegaron momentáneamente los ojos, lo que me irritó bastante.
Pero todo mi irritación se calmó cuando sentí el sabor de la sangre en mi boca.
No sé si alguna vez os habéis chupado un dedo con una herida y habéis sentido el sabor de vuestra sangre. Bien, pues esto no tiene nada que ver.
Es increíble la dulzura de la sangre de un cuerpo que no es el tuyo. Prefiero la Coca-Cola, pero es un sabor delicioso.
Y esa fue la primera vez que lo saboreé. Me recreé en ese momento largo rato. Mientras sentía como toda mi ropa se empapaba por la acción de la sangre del animal yo vivía un momento orgásmico, uno de los mejores recuerdos de mi vida.
Ese sabor agridulce me cautivó.
Pero sabía que esa sangre sabía así porque fui yo el que la obtuvo. Y entonces comprendí que, más que el sabor de la sangre, lo que me había gustado era el hecho de haberla conseguido, el acto que acababa de realizar. Había matado un animal. Un animal grande. Su sangre me había salpicado, se había fundido conmigo, me había teñido de carmesí.
Había matado algo.
Fue el principio, sí, el principio, de mi verdadera vida.
Para mí fue como nacer de nuevo.
Y tenía mi mente ocupada en estos pensamientos cuando descubrí que podía ver de nuevo. Vi el cuello degollado del animal que había matado y sonreí.
Vi la muerte que había causado y sonreí.
En definitiva, me dí cuenta de que no mataba por fines académicos.
Y sonreí.
Aunque esa muerte me hubiera causado ya mucho gozo, mi mente estaba ávida de conocimientos y deseaba saber como era el interior de aquel ciervo. Cogí mi navaja y lo abrí en canal para estudiarlo. Tomé las anotaciones que solía tomar y decidí que lo mejor sería esconder al ciervo detrás de unos arbustos, y así procedí.
Escondí al ciervo y me vi las manos. Estaban rojizas y pegajosas, apestaban, se le habían adherido restos vegetales y pelos de ciervo, así como trozos pequeños de órganos.
Adoré esas manos.
Luego observé el cielo. Era un domingo cuando salí de casa y recuerdo que lucía el Sol en lo alto. Debería de haber salido sobre las 12:00.
Lo curioso es que ahora la Luna reinaba en el cielo junto a sus pupilas, las estrellas, y todo estaba oscuro.
Nunca sabré cuando tiempo estuve encima de ese ciervo, pero creo que fue un período considerable.
Me decidí a volver a casa, no sin antes lavarme en el río.
Mientras me bañaba observé de nuevo el cielo.
Era sereno, profundo, tranquilo, majestuoso, imponente.
Pero sobre todo negro.
Negro.
Negrísimo.
Obscuro.
Helador.
Terrorífico.
Y negro.
Negrísimo.
Y en ese momento me dí cuenta de que mi mente estaba ahora mismo así. Negra, oscura, turbada y algo perdida, sí. Pero también majestuosa, grácil, imponente y tranquila. La tranquilidad que había en mi mente en ese momento era realmente inquietante para cualquier espectador casual, pero no para mí. Veía en esa tranquilidad una visión, un futuro incierto, sí, pero innegablemente brillante y oscuro a la vez.
En ese baño creí ver a mi mente fundida en el enorme cielo negro que contemplaba. Y así me mantuve, observando el continente inquietante a la par que tranquilo, tan lejano y a la vez tan cercano a mi mente en ese momento, tan sereno como brutal.
Una brutal antítesis se abría ante mis ojos.
Una brutal antítesis, si, elementos contrapuestos, elementos encontrados, elementos paralelos, elementos totalmente distintos mezclados en la enorme extensión del cielo negro.
Negro.
Negrísimo.
Ese tipo de negrura que te atrapa, que te encandila, que te absorbe, que te traga.
Esa negrura similar a la negrura de la melaza negra, como bien decía Alex Turner.
Y es que en eso se resume el cielo nocturno.
En melaza negra y elementos contrapuestos.
Pero por encima de todo, melaza negra.
Black Treacle.