jueves, 23 de enero de 2014

El Diablo viste un Armani 3

EL DIABLO VISTE UN ARMANI

CAPÍTULO 1 (3/5)

Ojo por ojo


Robert entró en la habitación. Era un espacio grande y luminoso. Contrastaba enormemente con la semipenumbra del pub. Era una habitación casi lujosa. Parecería el despacho de un importante cargo de una empresa... sino fuera por el gran mueble lleno con bebidas que se hallaba detrás de un amplísimo escritorio, la falta de ventanas y la diferncia más grande de todas, la presencia de una mesa de billar que ocupaba la mitad derecha del supuesto despacho. E inclinado sobre la mesa se encontraba el hombre que Robert buscaba.

-Por aquí me llaman el Diablo- dijo este sorprendiendo a Robert-. Te veía indeciso respecto a como dirigirte a mí. Me puedes llamar así. Me gusta ese nombre. El Diablo. Me parece que me da una importancia de la que en realidad carezco. O eso al menos ante los medios. No me gusta ser un foco de atención. La gente que me conoce es la gente que se interesaría por mis servicios, si lo supiera más gente posiblemente no sería tan eficaz en mi trabajo. Mi ventaja es que me puedo permitir recibir una clientela reducida porque ya hice todo lo que un hombre de mi edad soñaría con hacer. He conseguido dinero, lo he gastado, he disfrutado, he viajado, hasta jugué una vez con los Yankees. Un partido amistoso, me dejaron jugar de catcher y lo disfrute la verdad. La camiseta firmada es de ese partido. Se portaron muy bien conmigo, la verdad. es lo que tiene invertir millones en un equipo... 
>>Y te preguntarás, ¿qué puede hacer un hombre que ya lo ha vivido todo pero aún le queda más de la mitad de la vida por delante? Pues en mi caso, jugar al billar y ayudar a la gente que tiene problemas. Problemas serios. Problemas interesantes. Problemas comprometidos.

Aquí el hombre que se había presentado como el Diablo hizo una pausa. Esta perorata había confundido sobremanera a Robert, pero lo que más le fascinaba de aquel hombre no era lo que decía, sino su ser. Iba vestido con un Armani gris hecho a mano, muy caro, carísimo. Unos mocasines negros impolutos, una corbata plateada, unos gemelos dorados, un Rolex de oro y una camisa blanca, blanca como la nieve, complementaban su vestuario. Era la indumentaria de un gran empresario que tenía reuniones a todas horas, no la de un hombre mayor que solo piensa en divertirse. Por esa ropa, a Robert le costaba creer las palabras de ese hombre. Pero en la cara del diablo se reflejaba tal seriedad y serenidad que era imposible pensar que mintiera. El Diablo debía de medir 1'80, tenía arrugas en la cara. No daba un paso un vano, todos sus movimientos estaban calculados y servían a una única empresa, jugar al billar. Porque el Diablo no había soltado el palo ni una vez desde que Robert llegó. Ni siquiera le había mirado. Daba unos golpes precisos a las bolas y era rara la vez que no metiera una bola por algún agujero. La pausa se alargó deliberadamente. Lo único que se escuchaba en la sala era el ir y venir de las bolas y los pasos del Diablo. El Diablo quería que sus palabras calarán en Robert. Y lo estaba consiguiendo. Se notaba que era un hombre acostumbrado a dar largos discursos. Y eso era lo que hacía ahora. Presentar a Robert su discurso. Su carta de presentación.

-Y creo que, si estas aquí, es porque tienes un problema. Un problema serio. Un problema comprometido. Un problema interesante- de nuevo dejó a sus palabras flotar en el aire -. ¿Me equivoco, compañero?

Y ahora sí. Por primera vez dio las espaldas a su partida de billar. Sobre la mesa solo quedaba la bola negra. El Diablo miró a Robert directamente a los ojos. Y Robert vio su cara. No sé si alguien conoce a Anthony Hopkins, pero ese hombre era de lo más parecido a él. Tenía en la cara una expresión de total seriedad y serenidad. Ni un ápice de cualquier otro sentimiento. Era como la superficie de un algo helado. Frío. Liso. Duro. Glaciar.
Pero debajo de la capa de hielo de un lago congelado siempre hay agua. Y en este caso, ese agua era la que preocupaba a Robert. 

-No, no se equivoca, señor.

El hombre dejó de mirarle y se dio de nuevo la vuelta. En un movimiento preciso y, sobre todo, fríamente calculado, metió la bola negra y la blanca en los agujeros de la mesa. Entonces, sin darse la vuelta, dijo:

-No me llames señor, compañero. Aquí me conocen como el Diablo, y si no es mucho inconveniente me gustaría que me llamaras así. Creo que tenemos mucho que hablar- el Diablo se dio la vuelta y se sentó en el escritorio, con el gran mueble a sus espaldas -. Te prometo dos cosas antes de nada. La primera es que voy a resolver tu problema. Y la segunda es que nada de lo que hagas por mí tendrá repercusiones legales sobre tu persona. A cambio de esto solo pido dos cosas. La primera es que confíes en mi, que me cuentes todo lo relativo a tu problema, que seas totalmente sincero y transparente. Y la segunda es que, una vez te hayas comprometido conmigo, no te eches atrás y realices la tarea que yo te he asignado sin desviarte ni un ápice de mis instrucciones. ¿Puedes prometerme que harás todo esto, compañero?

-Si- respondió Robert sin titubear.

-Me alegro de tu confianza- una sonrisa agromó en el rostro liso del Diablo -. Ahora dime, ¿cuál es tu problema, compañero?

Y Robert se lo contó. Todo lo que había pasado para conseguir un puesto decente de trabajo, como ascendió en la empresa, como maravilló a sus jefes... y como su avance se vio frenado por su actual jefe. 
Cuando acabó, el Diablo sacó una libreta. La abrió. Cogió un bolígrafo y dirigió su dura, seria y serena mirada hacia Robert. Robert casi pudo distinguir un ápice de rabia en esta mirada. Esperaba que esa rabia hubiera sido provocada por su situación y no por él. 

-¿Cómo quieres que muera tu jefe?

El tono del Diablo era de una seriedad marcial, por lo que Robert tuvo que suponer que lo decía en serio. ¿Tan fácil? ¿En serio? Robert no se lo podía creer. Cuando se recupero del shock inicial empezó a pensar. ¿Cómo quería que su jefe muriera? 

-Quiero que sufra.

La expresión del Diablo no varió un ápice. La de Robert sí. En su mirada se reflejaba la ira más profunda que un irlandés puede desatar. En su mente aparecían los pensamientos más sombríos que Robert había tenido hasta la fecha. Y lo peor es que no podía parar.

-Quiero que sufra mucho.

El Diablo tomaba notas en su libreta sin dejar de mirar a Robert. Y Robert seguía mirándolo, pero en realidad nada le importaba. Su desbordada creatividad estaba totalmente ocupada en la creación de formas horribles de dar muerte a su jefe, y sin embargo ninguna le satisfacía. 

-Quiero que le arranquen los órganos vitales poco a poco. 

En su mente se comenzaba a formar una idea aproximada de lo que no haría a ningún ser humano. Eso sería lo que le haría a su jefe. Y mientras tanto, el Diablo seguía observando.

-Preferiría que los ojos y los oídos no se le fueran arrebatados. Quiero que se le arranque el hígado, los riñones, el páncreas y el estómago. Y cuando este a punto de morir, quiero que le enseñen una foto mía. Quiero que le digan mi nombre. Quiero que sepa quién lo mató.

-¿Algo más, compañero?

-No, creo que no. Con eso me vale. 

-Comprendo.

El Diablo se levantó. Se dirigió hacia el lateral izquierdo de la habitación y llamó:

-Christian, ven aquí.

Robert estab sudando. El torrente de odio había dejado de fluir y ahora pensaba en las consecuencias. ¿Cuál sería el precio de sus fantasías?
El Diablo se volvió a sentar. Le acercó un pedazo de papel. En la parte superior de este había escrito con unas letras rojas de un trazo impoluto lo siguiente: 

PACTO CON EL DIABLO 

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